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Intervención del Presidente del Principado de Asturias, Javier Fernández

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Apertura del curso académico 2018/2019

Discúlpenme si inicio esta intervención 1.300 años atrás, pero resulta inexcusable, hoy y aquí, empezar por el principio; es decir, por el momento inaugural de aquel reino que, dicen, se extendió desde 718 al 925, gobernado en esas más de dos centurias por una docena de reyes y que es una pieza clave en el discurso de la historia de España porque opera en ella como mito fundacional. Y como es justamente la dimensión mítica del relato de la lucha entablada por Pelayo en Covadonga lo que importa, dejo para los historiadores las polémicas sobre la fecha de la batalla, el número de contendientes, el linaje de Pelayo, el entronque con la legitimidad gótica y la intervención providencial. Si lo resalto es porque, al contrario de lo que ocurre con las narraciones históricas, los mitos no envejecen, y menos aun los que, como el de Covadonga, no nacen de una leyenda convertida en historia, sino de una historia que se convirtió en leyenda, una historia que no discute que hubiera otras legitimidades ibéricas, pero que reconoce a la nuestra como la más sólida y la primera. No se trata de mirar atrás para sentir orgullo de quienes habitaron esta tierra hace 1.300 años. Al fin y al cabo, si reparamos en nuestro alrededor convendremos que, en lo tocante a recuerdos y sentimientos identitarios y nacionales, más valen los duelos que los triunfos: si tantos años después los nacionalistas siguen pensando en la derrota como una epifanía en la que la historia se consumó, se reveló y se detuvo, que la nuestra arranque con una victoria puede ser una de las claves de que la inclusiva identidad asturiana no gire únicamente sobre aquello que nos hace distintos. Puede no ser así, pero es verosímil, y hoy lo verosímil aparece demasiadas veces como más importante que lo verdadero. Quizás (y sigo con lo verosímil) el sabernos centro fundador es lo que hace que nunca hayamos tenido complejo de periferia política, cuando casi siempre lo hemos sido. Me arriesgo incluso a creer que fuimos un reino muy poco centralista. Así interpreto un acontecimiento -éste sí altamente inverosímil, aunque sólo a las luces de la razón- como fue que hasta la península mediterránea más alejada de Tierra Santa viajara un apóstol que, además, había sido el primero en morir ejecutado en el año 44 por Herodes Agripa en Jerusalén. Porque de haber ejercido Alfonso II el centralismo inherente a su patrocinio regio sobre Oviedo el gran hecho religioso del primer milenio en la península ibérica hubiera ocurrido en Asturias y no en Galicia. Lástima, porque hablamos de una fuente de ingresos secularmente sostenible asociada al turismo jacobeo. Quiero incidir en la dimensión mítica de Covadonga porque los mitos son las huellas más antiguas de la mente humana. Vivimos siguiendo huellas, pero cada uno es responsable de las que decide seguir y creo sinceramente que Asturias ha seguido las mejores, las que la han llevado trece siglos después a cimentar una identidad inclusiva, compartida y abierta, a construir una cultura asturiana que nutre a la cultura española y que, a la vez, forma parte de ella. Los ilustrados, la industrialización y la emigración son quizás los hitos más remarcables, los que más han contribuido a la formación de una identidad consciente de que los pueblos elegidos por la historia marchitan muchas flores a su paso, los que más han influido en la construcción de una comunidad que no es ni mejor ni peor que otras, simplemente es la nuestra, porque todos provenimos de algún lugar y cuando tomamos decisiones morales y políticas ese lugar influye decisivamente en nosotros. Influye tanto que, aunque como sostiene Beck, “la política ha emigrado de los espacios nacionales delimitados a los escenarios mundiales abiertos”, los lenguajes políticos más poderosos no son globales, sino locales: nuestra nación, nuestras tradiciones, nuestras costumbres, nuestros valores, nuestras instituciones o nuestra universidad. En esta comunidad contamos con una Universidad propia desde hace más de cuatro siglos, ya incrustada con fuerza en nuestra identidad, la Universidad que hoy inaugura su curso académico. En este acto podemos preguntarnos de qué habla la Universidad, y concluir, sin mayor esfuerzo, que la Universidad habla mucho de sí misma. Está bien, es comprensible y lógico. La Universidad habla de sus problemas internos, de sus carencias de recursos y equipamientos, de las notas de corte, de su propuesta educativa, de su propia organización, en fin. La Universidad emite un discurso autorreferencial muy potente y que, también se constata con facilidad, los medios de comunicación retroalimentan con generosidad. Después volveré sobre este punto, pero la cuestión es obvia. ¿Debe ser ésta la noticia de la Universidad? Matizo rápido, no me tachen de simplificador. La Universidad es noticia también por sus investigaciones, por sus estudios y publicaciones, por su manufactura intelectual. Ustedes conocen perfectamente, mucho mejor que yo, cuál es la producción investigadora de la Universidad de Oviedo y qué relevancia tiene esta faceta. No cito algunos nombres de prestigio internacional de nuestra academia por pudor, por la seguridad de que me quedaría corto y por no resultar adulador. El caso es que ya tenemos dos tipos de ecos universitarios. Las noticias sobre sí misma, abundantes, y las noticias sobre la ciencia y la investigación. En esa categoría de información productiva podemos incluir el número de titulados, la oferta de estudios e incluso su adecuación al mercado laboral, cuestión muy relevante y que algunos tendrán por principal ¿Cabe pedir algo más? A mi juicio, sí, y disculpen que recaiga en un clásico devenido en tópico, la Misión de la Universidad de Ortega. Algunos sabrán de memoria el párrafo. El filósofo afirmaba que la Universidad “no solo necesita contacto permanente con la ciencia, so pena de anquilosarse. Necesita también contacto con la existencia pública, con la realidad histórica, con el presente… La Universidad tiene que estar también abierta a la plena actualidad; más aún: tiene que estar en medio de ella, sumergida en ella. Y no digo esto sólo porque la excitación animadora del aire libre histórico convenga a la Universidad, sino también, viceversa, porque la vida pública necesita urgentemente la intervención en ella de la Universidad como tal”. Cuando Ortega decía “como tal” no se refería, por supuesto, a que los universitarios participasen directamente en la política. Es normal (y deseable) que un ingeniero entre en política porque esté seguro del interés público de la industria o que lo hagan un médico o un maestro, convencidos del valor de la sanidad o de la educación pública. Tampoco hablaba del conocimiento experto tan vinculado a la Universidad y tan imprescindible en el asesoramiento previo a la toma de decisiones políticas, como vemos ahora mismo aquí en Asturias con el diseño del área metropolitana central el sistema de financiación autonómica o la transición energética, asuntos decisivos para el futuro de la economía. Sin duda, la competencia técnica es un elemento esencial de la buena política y el papel del experto (una figura proveniente del mundo anglosajón) tan imprescindible como distanciada de las explicaciones generales de los cada día más complejos asuntos políticos, sociales y culturales. Acercarse a estos corresponde al “intelectual”, tal y como fue acuñado el concepto en Francia cuando el affaire Dreyfus. No excluyo al resto de las voces polifónicas del espacio público ni niego que actores, deportistas y cantantes puedan hacer estimulantes sugerencias al campo de las ideas, pero me parece indispensable que quienes han alcanzado un cierto estatus de autoridad ante la opinión pública (la mayoría, desde su cátedra universitaria) por su dedicación al estudio y la reflexión crítica de la realidad hagan oír su voz para influir en ella. Cierto que la condición de intelectual no proporciona carta de infalibilidad. La experiencia del siglo XX muestra multitud de ejemplos de personas culturalmente comprometidas y socialmente influyentes que se equivocaron radicalmente sobre el significado de patologías políticas como el nazismo o el comunismo cesáreo. Pero, consciente de estas experiencias, Vaclav Havel pedía a los intelectuales que hiciesen sentir su presencia en lo público de dos formas: bien aceptando un cargo político sin considerarlo vergonzoso o degradante y utilizándolo para hacer lo correcto, o bien convirtiéndose en espejo de aquellos que ocupan puestos de autoridad cerciorándose de que sirven a una causa justa e impidiéndoles emplear buenas palabras para encubrir actos viles, como ocurrió con muchos políticos e intelectuales en siglos anteriores. Havel no consideraba que todo intelectual tuviese el deber de dedicarse a la política. La política también exige una serie de requisitos especiales que sólo a ella atañen y hay personas que los cumplen y otras que no, independientemente de si son o no intelectuales. Pero si aceptamos que la política nunca había dependido tanto de los medios y los cambios en la opinión pública como hoy, si admitimos que nunca se habían visto los políticos tan empujados a perseguir lo fugaz y lo efectista como hoy, convendremos que la comparecencia en el espacio público de personas ilustradas y reflexivas para considerar asuntos situados más allá de su influencia en el espacio y en el tiempo nunca ha sido tan necesaria como hoy. Asumamos que para afrontar hoy con éxito la complejidad de los asuntos políticos el buenismo no basta. La capacidad, el realismo, la seriedad y la prudencia consisten en saber esto y no eludir la responsabilidad de implicarse. Hoy los problemas más complejos y controvertidos, los que generan los más enconados dilemas políticos, trascienden de lo temporal y lo local, pero pocos revelan tan claramente esa doble dimensión como el efecto invernadero, un fenómeno al que contribuyen emisiones locales con efectos globales. Resulta imposible habitar el planeta sin dañarlo, y ahora que empezamos a tener conocimiento de ello sería imperdonable que no tomásemos su desestabilización en serio. Pero, ¿cómo articulamos esa pugna entre lo local y lo global sin disponer de una geopolítica capaz de responder a un desafío de orden planetario? ¿Cómo conciliamos el discurso que propone un cambio en la cultura global favorable al crecimiento y al consumo con las expectativas de tantas sociedades que esperan su turno en la cola del desarrollo económico? ¿Cómo abordamos el conflicto entre países desarrollados y los que no lo están, entre sectores tradicionales y otros nuevos, entre regiones y países, entre cohortes generacionales con distintos valores? La política de la naturaleza no puede escapar a la naturaleza de la política, formular una respuesta al calentamiento global exige conciliar intereses y puntos de vista difícilmente conciliables. Necesitamos una deliberación pública que interprete adecuadamente lo que dice la ciencia para abordar un conflicto que se da entre actores e intereses que no responden ante la ciencia, sino ante los ciudadanos. Y también necesitamos que participen en ella quienes, más allá de sus méritos científicos o académicos, con su compromiso y su reflexión crítica se han hecho acreedores del prestigio y el respeto social. Podemos colocarnos a la cabeza en el combate contra el cambio climático, pero sabiendo que lo que antes era una fatalidad (el clima), ahora es una realidad parcialmente modificable, un bien público que a todos beneficia preservar, pero tengamos muy claro que en el corto y el medio plazo se van a beneficiar más los que no hacen nada por él. Asturias, para traer el dilema a casa, es una comunidad que puede resultar especialmente dañada si la necesaria transición energética no se aborda convenientemente secuenciada en el medio y largo plazo. No existe un Leviatán verde global que pueda imponer acuerdos y cargas, no asumamos más de las que nos corresponden ni abordemos el problema como si se tratara de un asunto ubicado al margen del contexto económico y social. Innerarity nos recuerda que la acción política no consiste en aplicar un conocimiento específico, como hace un cirujano cuando opera una apendicitis. La política es inseparable de la oportunidad y de la incertidumbre y cada elección conlleva pros y contras. Por ejemplo, una decidida apuesta por el recorte de emisiones cosechará el aplauso ecologista, pero puede suponer deslocalizaciones empresariales, pérdidas de empleo, crispación social y castigo electoral. El científico analizará los beneficios para el medio ambiente, el economista los costes industriales y laborales y el político debe sopesarlo todo. Antes, y ahora inicio otro capítulo, aludí a la política universitaria del Gobierno de Asturias. Intento siempre que este asunto no capitalice la intervención. Tendría un punto de desdén intelectual que yo viniera año tras año a abombar pecho de lata ante ustedes a propósito del comportamiento del Principado respecto a la Universidad. No obstante, algo siempre procuro destacar. En esta ocasión, y puesto que ya será la última que tome la palabra en este acto, subrayaré dos cuestiones. La primera, el respeto institucional del Principado a la Universidad, una constante de la legislatura. Estos meses hemos sido apremiados a opinar sobre cuál debe ser la oferta de titulaciones y, en concreto, sobre el grado de ciencias del deporte. Hay quien ha confundido la prudencia del Ejecutivo con la omisión, con el miedo a mojarse que sería propio de un carácter de aguachirle. En absoluto: no tengo temor alguno a decir lo que pienso, y creo que ofrezco sobradas muestras de ello, pero no cuenten conmigo ni con mi gobierno para usurpar las funciones y decisiones propias de la Universidad. No invoquemos la autonomía a conveniencia. Que la Universidad haga su propuesta sobre el grado de deporte, que la justifique adecuadamente y proponga el emplazamiento que considere idóneo. Será entonces cuando le toque decidir al Consejo de Gobierno. Que no haya dudas de que ante una propuesta bien planteada técnica y financieramente la respuesta será positiva. Si por un lado hemos acreditado respeto, por otro también hemos vuelto a exhibir nuestro compromiso. Esta es la segunda cuestión que destaco. Con el acuerdo firmado en octubre de 2017, Asturias fue una de las primeras comunidades que adaptó el modelo de financiación de su Universidad pública a las recomendaciones del Consejo de Universidades, de la Conferencia de Rectores y de la Conferencia General de Universidades. Quizá tenga su lógica que a la Universidad le parezca poco, pero les aseguro que para el Gobierno de Asturias es un esfuerzo importante. Las mismas palabras me valen para hablar del descenso de un 5% de los precios públicos en la primera matrícula de grados y máster. Recuerden que sólo Asturias y Galicia mantenían congeladas las tasas de primera matrícula desde 2012. Pues bien, este ejercicio, pese a estar en una situación de prórroga presupuestaria, decidimos dar un nuevo paso con este hito, que responde a nuestra apuesta por una Universidad pública, equitativa y de calidad. Cabría añadir otras decisiones, pero lo entiendo innecesario. Al Gobierno de Asturias, como a cualquiera, siempre se le puede pedir más. Pero creo sinceramente que los hechos demuestran que el respeto y el compromiso del Principado con la Universidad de Oviedo es innegable. Y hasta el último minuto de la legislatura queremos avanzar por el mismo camino hacia la mejor Universidad pública posible, siempre apoyados en el diálogo, la comprensión mutua y el trabajo conjunto con el rectorado. Permítanme terminar aludiendo a las reflexiones que me permití en torno al papel de los intelectuales. Si lo hice es porque tengo la sensación de que, aturdidos por la inmensa grillera de tertulianos de cháchara, columnistas de erre que erre y ciberopinadores, se han alejado del compromiso cívico y moral con la sociedad, confinándose en sus disciplinas. Una zona de confort, un retiro en el estricto espacio intelectual donde pensar con una libertad que debe resultar necesariamente melancólica. Una habitación sin vistas en El Gran Hotel Abismo en el que Lukács acusaba de haberse hospedado a la Escuela de Frankfurt. 

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